Que tu viento occidental duerma en el lago
William Blake
Gustavo Ruiz Pascacio
Para Blanca Viridiana, efluvio y vertiente de mi camino.
Tengo ante mí la huella digital de un poeta. Se despliega como la visión inacabable de un mapa estelar. Es un prodigio asirio, un improbable libro perdido en la biblioteca de Asurbanipal; un giro metafísico de oralidad balbuciente; un grito de la imagen asida del cuerpo; el otro lenguaje de la noche.
Esta huella ha surcado por caminos de apetencia oníricos y transvigías. También se ha situado en una alta atalaya para observar toda cifra aérea y las rutas milagrosas de lo nocturno. La huella se asienta aquí y ahora, a la manera del temblor taoísta, y, a la vez, es testigo de un tiempo doble: histórico y mítico. Por él pasan los seres y sus objetos que certifican que somos los otros, que caminamos gracias a una causa que nos exfolia, y que, al mismo tiempo, hay una conversión de ese tiempo al hecho inaugural de un cosmos cuya lengua desenredada se hereda en el capítulo de nuestras conexiones y deudas templarias, trascendentes, cismáticas, iniciáticas, esotéricas y espirituales; es decir, la infusión de la bóveda y la cavidad.
Albert Béguin lo ha dicho: “toda época del pensamiento humano podría definirse, de manera suficientemente profunda, por las relaciones que establece entre el sueño y la vigilia. Sin duda nos admiraremos siempre de vivir dos existencias paralelas, mezcladas una a la otra, pero entre las cuales no llegamos nunca a establecer una perfecta concordancia.”
Fluye, entonces, una especie de binomio equívoco/inequívoco al que Harold Bloom, el controvertido gran restaurador contemporáneo de la estética de la crítica literaria ha llamado clinamen: “esa ‘desviación’ de los átomos que hace posible el cambio del universo”, como decía Lucrecio. Esa saga de la escritura poética que reconoce al padre o maestro –en términos de ascendencia poética- a la vez que se le desvía –des-veía, diría yo- y se le reinterpreta en una creciente herejía, que en su toma de conciencia personal estima, también, su más ferviente homenaje.
Pues, bien, esta huella –he pensado- puede denominarse así: la infusión de la bóveda y la cavidad. Porque si algo aletea, algo suena en la raíz del verso, algo quiebra el dintel de la filosofía, algo aparta los ojos del médium entre materia y soplo, algo cubre y des-cubre la región de los obsesos y nos hace, nuevamente, esa danza de partículas en busca de la Unidad, esa sonora transparencia, olvido y memoria de lo opaco: la poesía.
Di el silencio con el fulgor de tus ojos / y lava el polvo con plata, escribió William Blake. La poesía de Ricardo Cuéllar Valencia (Calarca, Colombia, 1946) ha rendido fidelidad a este acto de fe, acaso el más añejo de la imaginería artística. Proveído por dioses y demonios, afincado entre el deseo y el delirio, sustraído por un rizo divino o el furor innombrable de “aquella”. He sembrado en la sombra en el agua en la luz / la semilla desprendida de cada palabra, ha cantado Ricardo.
Su voz se ha desplegado, a lo largo de más de tres décadas, como una “metáfora del mundo” –término que tomo prestado de la más reciente crónica de ese viajero de la palabra que es Antonio Moreno, fragmentos de un viaje en curso. En ese mundo nos ha compartido los pasos del sueño y del insomnio; ha velado por una rosa del destino, entre Coleridge y Borges, y ha trazado en los cielos de mi cuerpo la más oportuna metáfora de sí. En su obra hay un asunto pendiente –entre muchos otros- para la, desafortunadamente, mínima crítica literaria que se escribe en Chiapas: la de los poetas transterrados. Una estirpe que ha hecho de la ausencia, la presencia. Ese estar yéndose y retornándose, simultáneamente. El doble rostro del animal fabuloso. Tomo mi té mi café y mi vino / para degustar o cantar / los días que me pertenecen en exilio. Un exilio que es eco de un solo poema, a pesar de tanta trama, como lo dijo Cardoza y Aragón: porque toda la vida un solo poema escribimos.
Cierro esta página con el rocío en la hierba del Paraíso y con el peso de una rosa en Bengala, el clinamen de Borges extraído de Los conjurados, esa página de su poética ultísima, y que hoy ocupo como colofón para revelar la poesía de Cuéllar Valencia: No hay una sola de esas cosas perdidas que no proyecte ahora una larga sombra y que no determine lo que haces hoy o lo que harás mañana.
Tuxtla Gutiérrez
Antigua Villa de san Marcos Tuxtla
Barrio de san Roque
Invierno de 2011