VICTOR PAZ OTERO Y MANUELITA SÁNZ: DE LA HISTORIA A LA NOVELA O LA REALIDAD DE LA FICCIÓN


Ricardo Cuéllar Valencia

1.      VICTOR PAZ OTERO O LA NOVELA HISTÓRICA COLOMBIANA. EL HOMBRE
Conocí a Víctor Paz Otero cuando cursaba el último semestre de sociología en la Universidad Autónoma Latinoamericana de Medellín. Impartía un curso de Antropología orientado a establecer las incipientes, entre nosotros,  relaciones de las ciencias sociales con la filosofía y la literatura. Víctor registraba, con  voz pausada y precisa, asumido por la lucidez, sus renovadores puntos de vista. Pero la aburría la academia por sus naturales barreras. Argumentaba con absoluta naturalidad y plena sinceridad cada asunto que venía pensando, sin dejarse llevar por la sosa retórica de algunos colegas. Después del seminario, que era los viernes, nos íbamos, el muy aconductado Hernando Arango, Víctor y yo y algunas amigas a su departamento a continuar la conversación. De allí salieron poemas, ensayos y alguna que otra novia o novio. Eran los años setenta, en tierra antioqueña, al lado de aquellos maestros de festiva crítica, que permanecen, por distintos caminos, en la brega de pensar y escribir: Álvaro Tirado Mejía, Jorge Alberto Naranjo,  Luis Alfonso Palau, Antonio Restrepo (+)…
Luego nos encontramos en la Universidad de Nariño, ya como colegas; gracias a él allí llegué. Compartimos lecturas y noches enteras. Era un lector voraz de los novelistas y poetas rusos, franceses y de otros tantos; además de Nietzsche, kierkegaard, Sade, Sartre, Camus, Borges, Neruda...de ellos siempre algo comentábamos. Cada vez que lo invitaba a salir con los colegas académicos eludía, o mejor, prefería seguir leyendo, escribir o estar solo escuchando música que meterse en el ditirambo de un encuentro, numeroso, de poca fecundidad, casi siempre. A no ser algo importante como los encuentros internacionales de literatura entre Colombia y Ecuador que organizábamos desde Pasto y la capital vecina, varios amigos. O las varias  visitas al pintor y muralista Guayazamín en Quito.
 Allí, en esa ciudad fría y casi desolada, compartíamos también los días y las noches con Hernán Henao, Álvaro Molina Mallarino, Jaime Molina Jaimes y el filósofo artoniano José Miguel Wilches(+). Allí, Harold el dionisíaco desaforado; Víctor, el ebrio estoico (maravillosa amalgama) más cercano a Lucrecio que a Platón, más afín al poseído Dostowisky que al  versátil Balzac.
Tomábamos, a veces,  Harold, Víctor y yo vino Leche de la mujer amada en un amable  café, en el restaurante de una alemana,  vieja y huraña, pero atenta  y de una muy buena cocina. Bellas y sabias lecturas poéticas, literarias y filosóficas en tardes de sábados o domingos, durante el segundo semestre de 1974, entre los tres amigos. Recuerdo sobre todo nuestra pasión por la poesía, el estudio y la escritura. Siempre en búsquedas literarias, compartiéndolas entre ensayos y algunos poemas.
Luego  se fue Víctor para Bogotá y yo rumbo a México. En  mi segundo viaje, después de quince años, nos encontramos en Bogotá en una librería y pasamos la tarde y la noche, entre libros y poesía, en un reencuentro inolvidable.
Por esos años se enfrentaba Víctor al pensamiento vigente de las ciencias sociales deseando poner en cuestión sus conceptos para hacer posibles otras estrategias analíticas y críticas para interpretar la revolcada realidad de ese país insumiso, insospechado, ahogado en la locura. Escribió para puntualizar sus ideas dos textos capitales: Elementos para una sociología impresionista y Elementos para una sociología de la disolución cultural.
Varios son sus libros de poesía: Poemas de piel y tiempo, Alteraciones, Poesía para amantes.  También es pintor; prepara varios libros sobre artistas: recuerdo que me habló, en la fresca y estrellada noche del 28 de diciembre, con especial interés de las vidas de Van Gogh y Frida Calho. Fue amigo íntimo de la pianista Piedad Pérez, de quien guardo gratos recuerdos. También payanesa, con la cual gozamos de lo lindo en los festivales de música religiosa en esa embrujada ciudad.
A fines de diciembre del 2010  visite a Víctor, cerca de Medellín, en su finca La metáfora. Fue en un encuentro deleitoso y fecundo. Su bella compañera, Dorita, nos atendió como buena anfitriona paisa: fina y sencilla. Su inteligencia brilla con luz propia. Es traductora para la lengua inglesa.
Paz Otero se ha dedicado a la novela histórica,  escritura antecedida por una amplia serie de textos periodísticos donde fue esbozando su pensamiento crítico sobre la Colombia real que él ha ido descubriendo centrado en el siglo XIX, la columna vertebral de nuestra identidad hispanoamericana. Y las novelas La eternidad y el olvido, Naufragio en mi bemol y Tiempo de la culpa, editadas por Plaza y Janés. Sobre Tiempo de la culpa, escribí un ensayo que publiqué en uno de tantos suplementos que he editado en Tuxtla Gutiérrez.
La inconformidad ha sido  su regla de oro. Todo lo piensa varias veces. Pocas cosas lo convencen, sin llegar a ser un simple contestatario. Víctor delira con una infrecuente lucidez dejando caer los latigazos de su pensamiento a cada hora, a cada instante, o por lo menos propicia que la duda sea una suerte de puente entre lo establecido y lo por pensar. Su capacidad crítica le ha permitido bordear las finas y refinadas relaciones entre poesía y filosofía, entre historia y realidad, y con especial fuerza entre subjetividad y realidad. En esta difícil relación, no simplemente teórica, radica uno de sus esforzados y creativos aportes.
La primera novela histórica es nada menos que sobre uno de los personajes más controvertidos de la historia de ese siglo fundacional de nuestro ser contradictorio y caótico, sabio y delirante: El demente exquisito, la vida estrafalaria de Tomás Cipriano de Mosquera (Villegas Editores, Bogotá, 2004).

2.      LA OTRA AGONÍA, LA PASIÓN DE MANUELA SÁENZ

Existen dos libros clásicos sobre Manuela Sáenz, el de Alberto Miramón, La vida ardiente de Manuelita Sáenz y Los amores de Simón Bolívar y Manuelita Sáenz, la amante inmortal de Víctor W. Von Hagen. Varios literatos e historiadores la han recordado en Memorias, Leyendas históricas, biografías de Simón Bolívar, numerosas, sobre las precursoras de las Independencias en América del Sur, estudios sobre el siglo XIX. Vicente Lecuna escribió Papeles de Manuela Saenz, de reveladores datos y situaciones deprimentes de sus últimos años. Y quien la consagró La libertadora del libertador fue Jorge Pérez Concha, allá en Quito, por el año de 1944. Han tomado la palabra liberales y conservadores. Tal vez la más completa ha sido la de  Von Hagen, editada por Diana, México, en 1967. Se han divulgado sobre todo documentos y desde las anécdotas se a llegado a las más simpáticas interpretaciones hasta la difamación.
Ahora nos encontramos con el trabajo de Víctor  Paz Otero,  La otra agonía, la pasión de Manuelita Sáenz. En esta obra singular el investigador y literato payanés, poeta y novelista, pensador crítico ,de audacias inusitadas en el orden de las interpretaciones de ciertos personajes claves hispanoamericanos, decide no entrar en los vericuetos de la historiografía de la última y gran amante de Simón Bolívar, pues se propone más bien dar la palabra a la heroína, sacándola de esos nichos patrioteros, para desde su más profunda intimidad, rayada por el dolor y la desesperanza, las agudas y significativas reflexiones filosóficas y morales, darle la palabra a su sabiduría femenina. Allí desde su palabra, habla la madre y la época, y confiesa a partir los más recónditos secretos lo que entendió de ella frente a sí misma, en un esfuerzo revelador de exquisita cognición de su tiempo y condición humana; el humor y la entereza, la finura y la manera de afrontar la derrota y el dolor. Nos detendremos sobre estos asuntos en nuestras columnas  la semana entrante. El libro está escrito en forma de cartas. Para nuestros lectores hemos seleccionado la 19 de 37.

Y también me ocupo de mis perros, Simón. Son como un séquito de sarna y pesadumbre, que llevan los nombres de todos aquellos generales que envidiaron y ensuciaron tu gloria, y quienes acabaron destrozando, por pura mezquindad, la fuerza grandiosa de tus sue­ños. Estos perros hambrientos, sucios, abandonados de todo esplendor en su pelaje, me acompañan en silencio, escuchan mis escasas plegarias y se asombran con mis muchas blasfemias, cuando recuerdo con desprecio la infamia y las traiciones que aquellos personajes te in­fligieron. Lo paradójico es que estos perros son ahora —a pesar de sus nombres— criaturas protegidas por mi afecto. No son ellos los que alimentan mis rencores y mis odios, sino sus detestados nombres los que mantienen vivas y ardientes mis heridas y el tumulto de esta rabia que debe acompañarme hasta la hora de la muerte. Por aquí se pasean y pelean Páez y el ruin de Santander, Obando y Cedeño, Córdoba y muchos otros, que son como escoltas asustados y vencidos que reciben mis órdenes, mis gritos y la mísera ración de oscuros alimentos que los mantiene cercanos y sumisos a la arbitrariedad de mis designios. Como ves, Simón, soy y seguiré siendo cada vez más tu amable y tu terrible loca. El callado y maltrecho es­tar de estos perros famélicos y enfermos me tiende un hilo de infamia y de muy malos recuerdos al pasado. Supongo que a ti no te debe hacer mucha gracia el que tus antiguos generales los haya yo convertido en perros; al fin y al cabo, en el momento de tu muerte tú tendiste un manto de perdón y olvido sobre todos ellos. Yo no puedo hacerlo, y sobre todo no quiero hacerlo, pues el odio en una mujer poco tiene que ver con las razones abstractas y políticas. El odio mío es del alma y de la piel, este odio es una extraña manera de continuar amándote. Los sufrimientos y las traiciones que aquellos te prodi­garon, independientemente de las causas que tuvieron para justificarse, siempre fueron para mí actos contra tu dignidad, poderosas ofensas y agravios personales, que también afectaron y lastimaron gravemente mi ser. Pertenecen a mi memoria rencorosa, nunca entrarán en mi olvido y mantener vivo ese resentimiento me ayuda a sobrevivir en la veneración de tu nombre.
Espero tener otra oportunidad de volverte a hablar de estos generales que participaron en tu ruina y tu caída. Ahora que estás muerto, y que la historia te restituye entera tu gloria y el significado de tu hazaña, podrás comprender y valorar con mayor claridad que mis prevenciones y mis temores sobre la deslealtad de muchos de ellos tenían un firme fundamento, y que para tu desgracia siempre tuve razón en mis malos presentimientos. Pero por prevenirte sobre muchos de ellos, tuve que soportar y padecer más de una de tus rabietas y muchas de tus insolencias. Las mujeres, Simón, podemos intuir y comprender con mayor cer­tidumbre cómo funcionan el corazón y el sentimiento de los hombres.
De manera que no te escandalices ni te sorprendas demasiado viendo la forma en que ahora desahogo mis odios. Además, y no olvides nunca, nuestro tiempo y toda nuestra historia estuvieron atravesados por el odio. Por odio fuimos al combate, por odio partici­pamos en esta gran carnicería que nos dio la libertad. Nuestras repúblicas, Simón de tantas guerras, nacie­ron de la sangre y de ese odio feroz y colectivo que embriagó nuestras vidas y se le enfrentó a España. El color de este siglo es el color de ese odio y se re­quiere tiempo, mucho tiempo, para que se borren sus desastrosas huellas de la tierra y del alma de quienes  lo convertimos en bandera y motivo para fundar na­ciones. No lo puedo extirpar del co­razón. Me pertenece y circula por la sangre, así como me pertenecen la ternura y el amor con los cuales sigo evocando tu nombre. Y si algún talento tengo, es ese poder creer que soy amiga de mis amigos y enemiga casi despiadada de mis enemigos.
Pero hay un hecho curioso, que también puede lastimarte. El ascenso al generalato que merecieron mis sarnosos perros fue iniciativa de Simón Rodríguez y de Jonatás. En una de las visitas del estrafalario Róbinson, que también vino a morir en un pueblo relativamente próximo, se le ocurrió imaginar que mis perros tenían un extraño parecido con algunos de esos antiguos, generales que te hicieron la traición. Todo fue decirlo para que empezara, en compañía de Jonatás, a derramar el agua bautismal sobre los enflaquecidos canes. Por  supuesto, me divertí y aprobé con entusiasmo la gran ceremonia de ese odio que me dio alegría.

3.      LA NOVELA AUTOBIOGRAFIA DE MANUELITA SÁENZ
Recurrir a la biografía, la autobiografía y, en especial a la autobiografía de un tercero no es cosa fácil. Varios han sido los intentos y las tendencias especialmente desde el siglo XIX, teniendo como punto de partida, en siglo XX, los excelentes trabajos de Stefan Zweig. Escritor que se interna en la vida psicológica de los personajes elegidos, escritores, políticos, viajeros, mujeres: Dostoievski, Fouché, María Antonieta, María Estuardo, Magallanes, entre otros.  No nos vamos a detener en el género biográfico y autobiográfico, por el momento.
Víctor Paz Otero se enfrenta a un personaje tratado por la historiografía de manera diversa y climática, dada su avasallante presencia en la historia real de Simón Bolívar. Meterse en los pellejos del alma y del cuerpo, en sus penumbras y momentos de esplendor es cosa dura, difícil. Con la avidez del lector de historias y la pasión por penetrar en sus secretos se lanza a la aventura de contar desde sus intimidades lo que fue su vida, sueños y delirios. Logra entrecruzar un relato vivido por la narradora omnisciente desde la memoria, los deseos, los desasosiegos y el dolor, la inteligencia y las necesarias dosis de intuición y lucidez que la acompañaron en distintas circunstancias.
Recurre entonces el novelista a la historicidad intersubjetiva, apropiándose de la técnica de manuscrito testimonial de las cartas, de él y de ella, y otros; de los relatos de testigos y obvio a las biografías existentes. No en el sentido tradicional del historiador. De allí nacen voces diversas que el escritor deja caer hasta el fondo de sus búsquedas narrativas con una elegante y fina calma expositiva. El debate se escucha entre líneas. Las afirmaciones esclarecedoras cobran su propio camino. Se trata de una poética de la invención de la vida pasional (o de la historia), de un ser femenino que sale de las oscuras torturas de los silencios impuestos por los conservadores para exponerse en carne viva a las actuales miradas de nuestro pasado tortuoso y falseado.
Ella, sentada en la silla de la convaleciente mira  su vida pasada con un frío y al mismo tiempo  cálido interés por reconstruir su paso por la tierra; mira los paisajes con las marcas de una mirada que revela sus amarguras y miserias, el ardor y el sufrimiento. Todo será, le dice al amado muerto, “testimonio sombrío de una existencia que por momentos se transmuta en amargura, en amargura que sangra y se precipita en tanto incoherente el vacío de las palabras”.
Dado que sus recuerdos nacen de una memoria atormentada, confusa y delirante le es posible decir “Ignoro a qué orden de realidad pertenecemos en este instante tú y yo, Simón”. Puro sentido de la intemporalidad. Las calamidades y las derrotas, las miserias y las infamias se erigen como cuerdas musicales que templan sus recuerdos. Ella desea contar su vida separada de la de él. De los pedazos que recoge de su memoria desea reconstruir algo de ella misma, aunque le sea imposible desligarse de la vida del Libertador. Una confesión indeclinable le es propicia desde la memoria atormentada: “Más que pensamientos, hallarás quejidos, lamentaciones y hasta gritos y blasfemias desgarradas que nacen en mi y amplifican lo insondable y lo incomunicable de este resto de vida que me queda, y que me ha sido vedado comprenderla en sus impulsos y momentos esenciales”. Y para mayor precisión el escritor desde la profundidad  mas intima de la vida de Manuelita le permite decir que: “Esto que escribo son como los salmos de mi agonía, como los agrios y desolados decires de esos libros, que casualmente han sido las lecturas que han llenado muchas de mis horas vacías en esta época de ocaso y de confrontación sincera y despiadada con todo lo que he pensado y con lo que he sentido a lo largo y ancho de esta vida tumultuosa, donde nunca encontraré la paz para el espíritu sino una sorda rabia con la cual he logrado sobrevivirme, casi a pesar de mí misma”.
Sabe la redactora de las cartas que le es difícil la ecuanimidad, que la somete, desde siempre, la locura. De pronto la lucidez la atrapa y escribe: “Quiero morir siendo lo que he sido, sin pagar tributos mezquinos al arrepentimiento… Yo moriré sin desgastar mis rabias, henchida hasta con lo que tengo de crueldad, porque aún en el umbral íntimamente de mi muerte percibo la furia de mi vida, me siento poseída de ese temblor que nunca pude ni quise acallar”. Y lo cuestiona  a él, al héroe, hasta el punto de distanciarse de su manera de afrontar la muerte: “Yo no puedo morirme arrepentida, ni convertida en santa efímera derrotada por las falsas mansedumbres. No puedo cargar a mis espaldas la viscosa debilidad de no haber odiado con el alma. Yo, su excelencia don Simón de la Santísima Trinidad, no moriré como murió usted: purificado por el perdón e implorando una patria unificada para que la disfruten los canallas”.
Y tal es la radical convicción de su vida vivida en los torbellinos de los ordenes  familiar, pasional, guerrero y político que afirma sin escamotear su vigor nacido de una esclarecida conciencia romántica: “Yo, Simón, me iré de esta vida sabiendo y sintiendo que soy uno de esos seres que han amado y que han odiado, y saberlo y sentirlo con desgarrada nitidez me exime de la fragilidad de la cordura. Ello me prodiga confusión e incertidumbre, pero me libera para siempre del fétido perfume de los que mueren en paz con todos sus pecados y todas sus infamias”. Y agrega: “Yo, Simón, también quise vivir al borde del peligro y abrazada el sueño de ser libre, y en este instante de nada me arrepiento. Ese es mi orgullo, mi victoria y para entrar con dignidad en las ceremonias inexorables de la muerte”.
La  heroína poseída por la fiebre romántica más exuberante,  propia de aquellos que entendieron su destino y lo asumieron con todo el rigor de la fiesta palaciega y las trufadas de los días, los accesos al poder y caminantes por las sendas de la derrota, se erige en medio de los aposentos de la muerte, para desde sus dinteles mirarse en agonía y vislumbrar lo vivido.
Las descripciones de los lugares donde vive la cercanía de la muerte son logradas con precisión histórica y poética. El sitio elegido, en Paita, en medio del desierto peruano, lo acepta con una extrema  y sigilosa resignación. Desde allí medita, escribe y se reinventa su vida pasada.
Los estudios y las noveles históricas que ha escrito Paz Otero sobre la vida de Simón Bolívar, Bolívar, delirio y epopeya, por ejemplo, de 654 páginas, lo acreditan para darle una voz (varias) nueva (s) a Manuelita con  acento crítico revelador. Desde la orilla febril de la cercanía de la muerte las visiones son más claras. Afirma  ella que se niega a narrarle lo acontecido después de su muerte, “Pero es porque pienso que si uno en la muerte no lo sabe todo, es como si toda la vida hubiese sido inútil y que haber sido héroe, santo, mendigo o un feliz imbécil hubiese sido exactamente igual. Morir es presentir lo que vendrá después y conquistar el privilegio de entender todo lo que antecedió a la muerte”. No desea pensar en la historia. Prefiere, “Me urge más entender tus silencios y los míos… Y esos silencios hasta ahora, nada ni nadie ha derruido”.

4.      ALGO SOBRE EL RELATO: FICCIÓN Y MÍMESIS
Fue en la Poética de Aristóteles donde se destacó  la conjunción entre “ficción” y representación” de la “realidad”. Aquel pensador señaló que la esencia de la poiesis es el mythos del poema trágico y también entendió que el objetivo de la poiesis es la mímesis de la acción humana.
Con el término mythus Aristóteles designa la ficción narrativa que le correspondía a la tragedia, concebida y escrita en el espacio de la cultura griega que él conoció. Mito (“decir”)  o poema es una especie  discurso y al mismo tiempo el poema es una fábula, una obra de la fantasía, y sobre todo “el poema trágico tiene la estructura de una intriga” (Ricoeur). También la poiesis es “ese saber-hacer gracias al cual el poeta “produce” una historia inteligible a partir de algún mito, crónica o relato anterior”. El  hermeneuta francés se vale de una relación muy precisa para explicar  la función del mythos. El mythos de la tragedia griega se parece a una pintura que,  concebida en un sistema de signos plásticos –líneas y colores- construye un icono que aprendemos a leer por medio de reglas convencionales que le han generado. Así que el “mythos del drama es al tiempo, lo que el icono de la pintura es al espacio: mythos e icono son “mensajes”, de estructura temporal o espacial, engendrados por una “gramática” de base que regula la articulación y la combinación de rasgos pertinentes, constitutivos del “alfabeto” del dramaturgo o del pintor”.
Existen varias lecturas, no siempre acertadas, de la relación de la pareja mythos/mímesis. Para Aristóteles la imitación era creativa. Fue una de sus ideas principales señalar que en cuanto a la imitación existe una distinción entre las artes humanas y las artes de la naturaleza y agrega algo muy preciso: “En este sentido, este concepto separa antes que unir”.
Otro asunto: “Hay mímesis solamente allí donde hay un hacer”. La mímesis como la poiesis son homogéneas en cuanto a la construcción de intrigas. Concretando: lo que la mímesis imita no es la “efectividad de los eventos sino su estructura lógica, su significación”. La mímesis es una reduplicación (prefiero el termino de reproducción) de la realidad; la tragedia, como dice Aristóteles “apunta a representar a los hombres mejores (beltiones) de lo que son en realidad”.  Para Ricoeur la mímesis trágica “reactiva la realidad, es decir, en este caso la acción humana, pero según los rasgos esenciales magnificados”. En este sentido el hermeneuta, interpreta que la mímesis es una metáfora de la realidad. Pero esa fue la lectura, en el siglo XIX, que hizo Marx. Mar dijo: la realidad es una metáfora que es necesario interpretar, si no fuera sí para qué la ciencia. El conocimiento es difícil, tortuoso. Y Novalis escribió: el hombre es una metáfora.
El investigador se plantea el siguiente asunto: es posible establecer la conjunción entre mythos y mimesis, en la Poética de Aristóteles “como paradigma de la pretensión referencial”, apropiada a las ficciones en general.
Reconocer la pretensión referencial ha sido complicado dada la presencia hostigante de prejuicios que surcan la teoría de la imaginación. El prejuicio salta a la vista, desde el sentido común, cuando el término “imagen” se quiere  entender como sinónimo de copia o réplica de una realidad previamente dada, advierte Ricoeur. Por ello afirma con precisión, para evitar cierta aversión de algunos filósofos,  “la ficción sólo plantea el problema de la irrealidad como distinta a la simple ausencia. Mientras que la nada de la ausencia sólo concierne a los modos de lo dado, la nada de lo real concierne al referente de la ficción”. Nosotros acogemos un modo de referencia a la realidad, el modo representativo o reproductivo de la realidad. Pero aquí se plantea algo sobre otro modo de referencia que debemos despejar: Las ficciones no se refieren a la realidad de manera productiva, como ya dada, sino que se refieren a ella de manera productiva, como prescritas por ellas. Para nuestro investigador “El campo de aplicación de esta teoría de la ficción, y de la referencia productiva, es inmenso; incluso, tiene la inmensa amplitud que la teoría de los símbolos, entendida en el sentido de Ernest Cassirer y de Nelson Goodman”. Los sistemas simbólicos, particularmente en el arte y la literatura, hacen y rehacen la realidad. Más aún: allí están los iconos estéticos, los modelos epistemológicos, también las utopías políticas. Todas son cognitivas en tanto hacen posible que la realidad aparezca tal como aparece en cada caso. De suerte que debemos entender que “todas despliegan ese poder organizador porque tienen una dimensión significativa, porque están forjadas con trabajo y saber-hacer y porque engendran nuevas escrituras para leer la experiencia”. Así que es posible destacar tres características que contiene la concepción aristotélica del mythos: decir, hacer y poner en intriga.
La ficciones “reorganizan el mundo en función de las obras y esas obras en función del mundo” (Goodman); o dicho en términos de la epistemología de los modelos: las ficciones redescriben lo que el lenguaje convencional ya ha descrito (M. Hesse). Al lograr unir ficción y redescripción logra Ricoeur una lectura inteligente y precisa de la plena conexión señalada por Aristóteles en su Poética entre mythos y mímesis.
La ficción narrativa, como toda obra poética,  “procede de una epojé del mundo ordinario, de la acción humana y de las descripciones de este mundo ordinario en el discurso ordinario. La descripción debe ser suspendida a fin de que la redescripción tome lugar”.
Una obra literaria es una obra con referencia desdoblada, “cuya última referencia tiene por condición  una suspensión de la referencia del lenguaje convencional”.
Una de las tesis decisivas de Ricoeur es la siguiente: “La historia y la ficción se refieren, ambas, a la acción humana, aunque lo hagan sobre la base de dos pretensiones referenciales diferentes. Sólo la historia puede articular la pretensión referencial, de acuerdo a las reglas de la evidencia común, a todo el mundo de las ciencias. En el sentido convencional, ligado a la palabra “verdad” por la familiaridad con el mundo de las ciencias, sólo el conocimiento histórico puede enunciar su pretensión referencial con pretensión a la “verdad”. Pero la significación de esta pretensión a la verdad es medida por la red limitativa que regla las descripciones convencionales del mundo. Por eso los relatos de ficción pueden alcanzar pretensión referencial de otro tipo, de acuerdo con la referencia desdoblada del discurso poético, que nos otra que  la de redescubrir la realidad según las estructuras simbólicas de la ficción”.

5.      LA FICCIÓN EN LA FICCIÓN O LA SUBJETIVIDAD NARRATIVA
Escribir sobre personajes que han existido y se encuentran, por múltiples razones, sometidos al examen, la crítica, el estudio histórico es realmente una tarea difícil y al mismo tiempo apasionante. El libro de Víctor Paz Otero La otra agonía, la pasión de Manuela Sáenz, es un logro en varios sentidos. El recurso de mirarla desde adentro de sus pasiones, sueños y delirios, recuerdos y tormentos es algo que  el escritor ha trabajado y trabaja en sus obras sobre personajes históricos. Es su apuesta.
No se va por el sesgo de la mitificación. Todo lo contrario: procura con sutileza y belleza, la desmitificación. Pero el mito despojado de sus vestiduras, entreverado desde la  vida interior es, en la palabra del que cuenta su propia vida pasionaria, algo que nos lleva a entender la vida de otra manera. Es mirarse a sí mismo a sangre fría, en un doble espejo: su imagen y la de otros. Poner en escena la significación de sus pasos interiores. Es imitar la acción humana desde sus laberintos secretos, íntimos, y por ello debe recurrir a la metáfora como elemento esencial, por medio de la cual las simbolizaciones aúnan una temporalidad, variante, significativa. Mirar la realidad es mirar los mundos interiores. La subjetividad no existe sola. Se construye desde lo vivido. Lo vivido engendra, de mil maneras, formas que harán que la subjetividad cobre su propia existencia. La historia y la ficción se refieren a la vida humana. Pero como en el Quijote la ficción crea sus propios espacios reales y desde esos espacios reales también se crea ficción. La ficción crea sus realidades y esas realidades se vuelven realidades reales en representaciones alegóricas, como es el caso de ciertas fiestas que algunos pueblos realizan para recordar a sus héroes, como en las memorables  representaciones de  don Quijote y Sancho.
El escritor para internarse en la subjetividad de su personaje recurre a la memoria, a los recuerdos más nítidos que le son posibles recuperar, que al mismo tiempo son su propia invención creativa. Recordar es inventarse. Una conciencia lúcida le es posible mirarse y saber que ese mirarse en los retratos que le permite su imaginario retrotraer es propio de su fantasía.
La carta 8 es clave en su comienzo: “Yo no sé, Simón, si tu eres el mismo que viene y me hace visitas en los sueños. A veces suelo imaginar que el Simón que amé y sigo amando se ha convertido en otro ser que desconozco”. La forma como el escritor va construyendo la subjetivad de Manuelita es una manera de preguntarse por esas realidades oníricas que hacen buena parte de la vida humana. Fueron los románticos del siglo XIX los que supieron poner en el espacio literario esas realidades con una escalofriante certidumbre hasta llegar esas novelas y poemas a permitir que Freud escribiera que los sueños y el mundo del inconsciente se le habían  revelado en la literatura antes que en sus pacientes. Leamos el resto de la carta 8:
“¿Qué acontece en la muerte con la vida de los vivos? ¿Será que los seres que se han ido se purifican, se transforman, asumen otra vida distinta a la vivida? ¿Será que al transformarse nos transforman y nos desordenan y confunden los recuerdos? ¿Será que alteran con nuevos elementos el tiempo que con ellos compartimos?
¿Por qué regresas, Simón, en las pocas y agitadas horas que me regala el sueño y en las largas fatigas del insomnio?
¿Será que me sigues amando hasta el fondo de todos mis abismos? ¿O acaso sigo siendo esa piedra que cae y sigue amplificando el eco de ese abismo que recorres en la muerte?
Cuántas veces en el pretérito lejano, con nuestro amor nos fuimos matando y ahora, en este presente sin materia, donde tú ya no existes y yo estoy casi inexistiendo, nos quedamos el uno junto al otro sin decirnos nada. Y ahora, ¿para qué vuelve ese pasado y nos acosa como una turba sanguinaria que quiere saciar a sangre y fuego su sed de preguntas sin respuestas? ¿Por qué todo pasado es vengativo? ¿Y por qué ahora que estamos tan distantes aún permanecemos en ese no decirnos nada? ¿Será posible que el amor sea el único silencio verdadero? Yo también recorro y me desespero en largos laberintos y quisiera salir de ellos”.
La imagen del sueño es eso una imagen que ha creado el soñante, que se repite y renace de múltiples formas. Es pura invención. Desde allí surge el recuerdo en la vigilia. Esa imagen es la que el soñante ve y el escritor vuelva a crear. La apasionada lo desconoce porque es su propia invención. Sabe, en fondo de su corazón, que es otro el que en los sueños percibe. Pero la literatura posee la virtud de darle vida por medio de la ficción como es el caso de Manuelita y su Simón. No podían faltar las preguntas profundamente metafísicas. La muerte transforma al otro y a nosotros los vivos en esa inconfundible experiencia de seguir siendo sin el otro y al mismo tiempo tenerlo allí, cerca, en los sueños recurrentes. El trabajo de la muerte es así mismo un trabajo que  implica, entre otros, el desorden psíquico, moral, sentimental y diluye otras materias para dejarlas en el eterno olvido.
Desde los espacios secretos de los laberintos del sueño y la memoria del sueño, el escritor se va instalando en la intimidad de su personaje.

6.      EL SUEÑO: UNA REALIDAD VITAL
El sueño fue uno de los encuentros más estremecedores de la literatura romántica. Entre los poetas el que  mayor capacidad de  revelación tuvo  fue Gérarl de Nerval (22 de mayo de 1808, 26 de enero de 1855), considerado como uno de los  más esencialmente románticos de los nacidos en Francia. Tradujo el Fausto de Goethe y poemas de Heinrih Heine. Escribió obras dramáticas con Alejandro Dumas y fue gran amigo de  Théofhile Gautier y de Víctor Hugo. Al conocer la cultura turca se encantó con sus misterios. Lo frecuentó el sonambulismo y la esquizofrenia; fue lector de la cábala y de libros de magia y símbolos antiguos.  Gustave Doré lo eternizo con una hermosa litografía. Sus hallazgos desde la locura se han convertido en un antecedente del surrealismo, como bien lo advirtió André Bretón. Y antes del llamado simbolismo.
Sabía que vivir y escribir desde el sueño era su única salvación. En algún momento escribió: “El sueño es un traje tejido por las hadas y de un color delicioso”. El sueño concebido, vivido como un traje tejido por las hadas, es decir, el sueño como presencia del hechizo, como anuncio de algo revelador de sí mismo y del mundo, es el que percibe acontecimientos individuales y cosas del destino humano. Más que sufrir el sueño lo consideraba como algo que debía dirigir.
Uno de los aportes del sueño, mirado desde la literatura, antes que del psicoanálisis, fue saber que este sacaba al individuo de las confinaciones  de la conciencia racional para radicarlo en otro espacio, mucho más significativo: un espacio poblado por símbolos, los cuales ofrecen una mirada diferente, más profunda y reveladora. Por ello es posible entender con Albert Béguin, en su clásico libro El alma romántica y el sueño que “La poesía saca su sustancia de la sustancia del sueño”. Los sueños están cargados de  esplendidas imágenes de la subjetividad, de reminiscencias ancestrales que hacen parte de las mitologías y de las propias elaboraciones del soñante. Es desde el sueño que es posible auscultar en “las regiones ignoradas del alma, para encontrar en ellas el secreto de todo aquello que en tiempo y en espacio, nos prolonga más allá de nosotros mismos y hace de nuestra existencia actual un punto en la línea de un destino infinito” (Béguin). 
El mundo habitado por el soñante romántico no es nada plausible y sedante para sus desordenados días de vigilia. Son revelaciones que le cuestan lo espeso de los días vividos. Ese es su precio inequívoco. Es la literatura la beneficiaria, es decir, los testimonios o ficciones legados son los que nos enseñan  cómo se conforman y habitan esos espacios secretos y anunciantes, reveladores y significativos de la vida humana.
En este orden de comprensión crítica y lectura analítica es donde podemos entender con mayor precisión el trabajo elaborado por Víctor Paz Otero en torno a las visiones que asumen la agonía de una mujer única, extraordinaria, como fue Manuelita Sáenz.
El escritor que es un poeta y un lector infatigable sabe muy bien lo que significó para la literatura los descubrimientos literarios del romanticismo y desde esos fecundos lugares puede instalarse, hasta cierto punto, en los mundos que es posible suponer que habitaron el alma romántica de la soñante que fue Manuelita Sáenz.
Ella no sólo ve, delira y relata sus tormentos. Se pregunta y cuestiona en torno a asuntos propios del pensamiento filosófico de esos años finales de la segunda mitad del siglo XIX. Las preguntas metafísicas fueron una verdadera tortura. Llevaron  no sólo a respuestas imposibles, por la naturaleza de las mismas preguntas, sino a actos reales de derrota como fue el abandono lacerante, el suicidio anhelante, la estremecida desesperación y el ahogamiento alcohólico, entre otras respuestas ante los imposibles arreglos de una existencia arrobada por las señales más torturantes de una época enfebrecida por las más excitadas pasiones del alma y el cuerpo.
El rechazo fue también una respuesta. La negación absoluta se convertía en el reverso de las afirmaciones absolutas. El descreimiento fue un camino trasegado por algunos con fina sensibilidad, lacerante inteligencia y aguda comprensión de unas realidades confusas y caóticas, donde todo apenas empezaba a vislumbrarse desde posibles cambios. Los políticos entendieron los asuntos concernientes al poder, al nuevo ordenamiento jurídico, las políticas económicas que fueron apoyadas desde la flamante Inglaterra,  y lo nefasto fue el desenlace, por años, de las guerras intestinas como bien las llamó Simón Bolívar.
En ese medio donde afloraron los odios y las venganzas, las desilusiones y las traiciones, las persecuciones y los asesinatos traperos, además de las muertes por el ejercicio de las guerras, es el mapa sombrío y desconsolado donde muchos enterraron sus ilusiones y otros, aunque plenos de gloria, no dejaron de enseñar muchas de las formas atrabiliarias y atávicas que componen nuestras maneras de ser y padecer.

7.      LA FICCIÓN DE LA REALIDAD O LOS TORMENTOS DE UNA HEROINA
Estar enterado de las miserias que conoció Manuelita en la vida de hija, de esposa y de amante es un asunto de apetitosa investigación, entre cartas, documentos, biografías, memorias y demás papeles que ha legado la historiografía. Paz Otero es un lector profesional de Bolívar y de varios de sus contemporáneos y ese recorrer en detalle las vidas y hazañas, glorias y derrotas de ellos lo califica como uno de los más fecundos lectores de la historia del siglo XIX en lo que  fue la Gran Colombia. Su método de ir a la subjetividad  lo deja ver cosas que otros no han leído o apenas los acercan al tradicional  juicio de valor.
En la carta nueve rinde homenaje a una de las materias poéticas más exquisitas del romanticismo: la noche. En la diez Manuelita se interna en su cuerpo como un animal “adolorido cubierto de sangre y podredumbre” y, dice que para “engañarme a mi misma y para no sucumbir frente a lo inexorable” se aferra con desesperación a esa piel y trata de “alimentarme de venganza y resentimientos, e insisto en continuar peleando y mordiendo aun cuando me encuentre soñando y aun cuando me encuentre en trance de agonía”, dada la cercana muerte, allá en ese despoblado y polvoriento sitio peruano llamado Paita. En estas líneas descubrimos a un ser humano desangrándose en el dolor de haberlo perdido todo, todo es todo. Se encuentra en la más absoluta orfandad. Y en esa intimidad que produce la derrota, acompañada de una tremenda soledad, fatigas y dolores su carácter de guerrera la hace sentir que no puede perdonar nada  a nadie por lo que ha padecido. El sufrimiento no la hunde en la porosa  desidia o la vaporosa  indiferencia frente a lo conocido y vivido. Aferrada a esa infranqueable terquedad de ser ella misma, pesa a todos los obstáculos la lleva a alimentar su corazón de la venganza con aquellos que la vilipendiaron, persiguieron y sacaron de las tierras colombianas donde vivió lo mejor de su amor y locura; y los resentimientos que nacieron en ella inexorablemente en un mundo que se revolcaba entre batallas, y todas las mezquindades que impuso estar cerca y dentro del poder. Y sobre todo entre militares y curas, abogados y todo tipo de sabandijas que merodeaban a los guerreros y políticos de  entonces. Nada la consuela. Escribe: “Nada me regala un poco de silencio. Nada me concede una tregua compasiva y todo es borrasca y tumultuosa algarabía que me obliga a vivir alerta y en punzante tensión a cada instante.” Esta carta es desgarradora. Estremece saber como una mujer del siglo XIX fue capaz de asumir una vida tan fuera del orden establecido. Ella fue la gran diferente. La que desafío todos los valores establecidos. Y se lo dice en alguna carta a quien fue su esposo, un pobre inglés, comerciante y enamorado de esa mujer imposible. Ella sabía muy claramente a que se enfrentaba: a la libertad de ser mujer, amante y guerrera. Pero la realidad real le fue cruel y miserable con las energías y el valor que tuvo para ser ella misma. En esta carta diez se enfrenta con su gran amor y lo cuestiona al consignar: “Y en estos instantes es cuando pregunto si en el pasado amor que compartimos entre sudores y combates, tú lograste comprender a esa mujer quebrada que había en mí, tratando, casi inútilmente, de ganar sus propias batallas en una historia que era de hombres alimentados por el odio. Me interrogo si reparaste en ese afán mío de querer hacerme libre a cada instante. De escoger libremente mi destino como única y trágica epopeya. No, Simón,  no lo entendías. Tus guerras y las mías se dieron en campos diferentes. Tú lograste quebrantar la opresión de un mundo escrito y sostenido con letras de hierro sobre los hechos reconocibles de la historia, pero no percibías la oscura ignomia que aplastaba la historia que vivían otros seres desde adentro”. Este párrafo es clarividente, en el que se pone en plena evidencia una realidad  subjetiva muy poco tratada por la historiografía. Las pasiones que movieron en esos años de las independencias hispanoamericanas a ciertas mujeres aún se escatiman. De cómo actuaron los hombres más sobre los elementos que debían cambiar las relaciones políticas, que el sentido de la vida. Descuido que también el poeta Rimbaud supo señalar cuando al lado de los que predicaban el cambio de las relaciones sociales, dijo: es necesario cambiar la vida y reinventar el amor.
En los sueños reveladores Manuelita ve y entiende muchas cosas que las palabras nacidas del pensamiento no le permitieron hacer realidad en la vida del despierto. De ahí sus delirios en un momento crucial como es la agonía de un ser humano cargado de vida y urgencias, de pesadillas y revelaciones. Todo ello nacido desde un estado pleno de lucidez. No podía ser de otra manera. Imposible. Baste lo señalado para saludar el  trabajo de Víctor Paz Otero sobre La otra agonía, la pasión de Manuela Sáenz (Villegas  editores, Bogotá, 2006).