Son las 4:43 de la mañana del día 11 de agosto de 2011.
Hace aproximadamente dos horas un grupo de hombres armados irrumpieron en mi casa ubicada en Conkal 266 (esq. Becal), Col. Torres de Padierna, 14200, México, D. F.
Comenzamos a escuchar golpes violentos como contra una puerta metálica y me extrañó porque se escuchaba demasiado cerca y no hay ninguna puerta así en la casa.
Prendí la luz.
Los golpes arreciaban ahora como contra nuestras puertas de madera.
Quité la tranca que protege la puerta de nuestra recámara y me asomé al pasillo: hacia el comedor veía luces (¿verdosas? ¿azulosas? ¿intermitentes?) acompañando los golpes violentos contra el cristal que da al sur.
Mi mujer me gritó que me metiera.
Así lo hice apresuradamente y alcancé a poner la tranca de nuevo.
Oí cristales rompiéndose y pasos violentos hacia nuestra recámara: rápidos y fuertes.
“¡Abran la puerta!” era el grito que se repetía antes de que empezaran a golpear con violencia mayor nuestra puerta con tranca.
Nos encerramos en el baño y busqué a tientas un silbato que cuelga de un muro sin repellar: comencé a soplarlo con desesperación, unas diez veces, quizá.
Mi mujer está llamando a la policía.
Les dice que están entrando a la casa, que vengan pronto por favor, que nos auxilien.
Yo sigo soplando el silbato con desesperación.
En la oscuridad, mi mujer se ubicó tras de mí mientras oíamos que la tranca de la puerta se quebraba y los hombres entraban.
¿Tres, cuatro, cinco?
Quise cerrar la puerta del baño pero ya no alcancé a hacerlo.
Empujé unas cajas hacia dicha puerta y en algo estorbó los empujones.
“¡Abran la puerta! ¡Abran la puerta, hijos de la chingada…!” gritaban mientras empujaban y metían sus rifles negros hacia el interior.
Quise detener la puerta con mis manos pero no tenía sentido: vencieron mi mínima resistencia y entraron.
Policías vestidos de negro, con pasamontañas y lo que supongo que serían “rifles de alto poder”.
“¡Al suelo! ¡Al suelo! ¡Al suelo, hijos de la chingada! ¡Al suelo y no se muevan!”
Uno de los hombres me da un manazo en la cabeza y me tira los lentes.
Alcanzo a pescarlos antes de que toquen el suelo.
Me quita el silbato.
−¡No golpee a mi esposo! –grita mi mujer.
−¡El teléfono! ¡Déme el teléfono! –le responde y pregunta si no tenemos otro teléfono o un celular.
Ella y yo nos arrodillamos primero y después nos medio sentamos en el suelo de cemento de este baño sin terminar.
Policías jorobados y nocturnos, como en el romance de García Lorca.
Quién lo diría: aquí, en nuestra amada casa donde cultivamos y enseñamos la armonía.
Aquí…
Justo aquí estos hombres de negro, con pasamontañas, con guantes, con rifles de asalto, con chalecos o chamaras que tienen inscritas las siglas blancas PFP, nos apuntan con sus armas a la cabeza.
Uno de ellos, siempre amenazante, nos interroga.
Dos más permanecen en la puerta.
− ¡Las armas! ¡Dónde están las armas!
− Aquí no hay armas, señor, somos gente de trabajo.
− ¡A qué se dedica!
−Soy psicoterapeuta y escribo libros.
−¿Desde cuándo vive aquí?
− Desde hace treinta años…
−Cómo se llama.
−Efraín Bartolomé.
−Cuántos años tiene.
−60.
−A qué se dedica.
−Ya se lo dije, señor, soy psicólogo y escribo libros.
−Usted cómo se llama… –se dirige a mi mujer.
−Guadalupe Belmontes de Bartolomé.
−A qué se dedica.
−Soy arqueóloga y ama de casa.
−Cuántos años tiene.
−54.
−Tranquilos. Respiren profundo… Voy a verificar los datos.
El hombre sale.
Oigo ruidos en toda la casa.
Están vaciando cajones, abriendo puertas, pisando fuerte sobre la duela de madera.
Oigo ruidos afuera, en el cuarto de huéspedes, en la torre, en el estudio de abajo.
Nos cambiamos de posición.
Mi mujer pone algo sobre el frío piso de cemento.
Cinco o siete minutos después regresa el hombre y repite su interrogatorio.
Si recibimos gente en la casa, con qué frecuencia, cada cuánto salimos de viaje, quién cuida entonces.
Respondemos a todo brevemente.
Dice nuevamente que va a verificar los datos y que volverá a decirnos por qué están aquí.
El tiempo pasa.
Oímos que abren nuestro carro en el garage.
Voces ininteligibles en el patio del norte.
Más tiempo.
Varios minutos después se oyen motores que se prenden y carros que arrancan.
Mi mujer y yo seguimos en la oscuridad.
Comenzamos a movernos.
Sólo silencio.
Nos incorporamos con cierto temor.
Salimos del baño hacia la recámara iluminada.
Desorden.
Cajones abiertos.
Cosas volcadas en el buró.
La chapa de la puerta en el suelo.
Restos de la tranca destrozada.
La puerta de tambor machacada y rota, pandeada en su parte media.
Salimos al pasillo: un cuadro en el suelo y abiertas las puertas de lo que fueron las recámaras de mis hijos.
Desorden en el interior: maletas y cajas abiertas, cajones vaciados.
Vamos hacia el comedor: uno de los vidrios roto en su ángulo inferior izquierdo, muchos cristales en el piso.
La puerta de la sala está rota de la misma forma en que rompieron la de nuestra recámara: la chapa en el suelo y fragmentos de duela en el piso.
Está abierta la puerta de la torre y prendidas las luces del cuarto de huéspedes.
Salimos por la puerta de la sala y nos asomamos con cierto temor.
Nada.
Mi mujer llama por segunda vez a la policía.
Es en vano: piden los datos una vez más.
Dicen que ya enviaron una unidad.
Llego a la barda y me asomo: no hay carros.
El portón del garage está intacto.
Bajamos las escaleras hasta la puerta de acceso: rota igual que las de adentro.
El estudio de abajo está con las luces prendidas.
De por sí desordenado, ahora lo está más.
Vamos hacia la torre y entramos al cuarto de huéspedes: cajones volcados, revistas en el suelo, cosas sobre la mesa, puertas del clóset colgando, zafadas de su riel inferior.
Subo al tercer piso: una esculturita de alambre volcada pero no se nota demasiado desorden.
Subo a los pisos superiores: no hay daño en la salita de arte.
En el último piso dejaron abierta la puerta a la terraza.
Volvemos al interior: queremos tomar fotos pero no está la cámara de mi mujer que estaba sobre el buró.
“¡Tampoco está la memoria de mi computadora!”, grita.
También se la llevaron
Quiero ver la hora y voy al buró por mi reloj: ha desaparecido mi querido Omega Speedmaster Professional que me acompañó por casi cuarenta años.
Tiene mi nombre grabado en la parte posterior: Efraín Bartolomé.
Oímos que un auto se estaciona y nos asomamos.
Mi mujer llama una vez más a la policía: lo mismo.
Ya tienen los datos pero nunca enviaron apoyo.
Indefensión.
Del auto blanco baja un joven y avanza hacia la esquina.
Se asoma y regresa.
Lo saludo y responde.
Le preguntamos qué pasa y responde que viene en atención a una llamada de su amiga que vive a la vuelta y a cuya casa también se metieron.
Mi mujer pregunta de qué familia se trata, cómo se apellida.
Magaña, responde el joven.
¡Es Paty!, dice mi mujer.
Salimos a la calle y voy hacia allá.
Encontramos a Patricia Magaña, bióloga, investigadora universitaria, acompañada de su papá, en la calle.
Entraron a ambas casas la de ella y la de sus padres, con la misma violencia que a la nuestra.
Patricia y su hija estaban solas.
Sus padres octogenarios también estaban solos.
Volvemos a nuestra casa vejada y con la puerta rota.
Atranco la destruida puerta de la calle.
Con todo, mantenemos una sorprendente calma.
“Pudieron habernos matado”, dice mi mujer.
Yo imagino por unos segundos nuestros cuerpos ensangrentados en el baño en desorden.
¿Sabe el presidente Calderón esto que pasa en las casas de la ciudad?
¿Lo sabe Marcelo Ebrard?
¿Lo sabe el procurador Mancera?
¿Ordenan Maricela Morales o Genaro García Luna estos operativos?
¿Sabrán quién fue el encargado de este acto en contra de inocentes?
Antenoche volvimos a casa levitando, en la felicidad más plena, tras la amorosa y conmovedora recepción del público ante nuestro libro presentado en Bellas Artes.
Un día después, en la atroz madrugada, la PFP irrumpe violentamente en nuestra casa, quiebra nuestras puertas, destruye los cristales, hurga sin respeto en nuestra más íntima propiedad, nos amenaza con armas poderosas a mi bella mujer y a mí, a la edad que tenemos…
Y pensar que también son humanos los que hacen esto contra su prójimo.
Subo al estudio a escribir esto.
Allá, abajo, la ciudad parece embellecida por la calma.
Arriba la impasible Luna de agosto, casi llena.
Son ya las 6:35 de la mañana.
La luz de oriente comienza a colorear y a inflamar el horizonte.
La policía nunca llegó.
¿De verdad estamos tan solos?