Soy de Mazatán, Tierra o Lugar de Venados, un pueblo que está situado a casi ocho kilómetros del rancho “La confianza” que mi familia tenía. Mi padre se llamaba Arnulfo Villarreal Gerardo y vendió ese rancho antes de morir. Era amplio, en una lomita y alrededor había montículos. En nuestro terreno encontrábamos objetos arqueológicos, seguramente mayas, e incluso ollas en donde antiguamente enterraban a sus muertos. Encontrábamos osamentas al interior de esas ollas cuando andamos arando la tierra. Para mí, eso era agradable. Auque en mi niñez yo era un ignorante de lo que representaba todo eso. Te estoy hablando de 1960, dice Luciano Villarreal Rodas, escritor y docente de la Facultad de Humanidades de la UNACH.
Lo más hermoso del rancho no solo era el mar que por las noches se escuchaba de una manera nítida, la marea, las olas, etc. y se aprovechaba mucho esa calma. No había ruidos ajenos a la naturaleza. Y como había luz eléctrica por ahí era perfecto.
El rancho estaba rodeado de huertos, especialmente de cacao, árboles de mango, naranjas, linones, mamey, caimito, guanábana, anona y bueno, una gran variedad de frutas. Nosotros cultivábamos algodón, maíz, ajonjolí, frijol y plátano. E incluso sembramos cacahuate pero con malos resultados porque las tuzas se las comían. El fuerte del rancho era el cacao. Aunque el algodón tuvo su auge.
Te digo que uno de los recuerdos mas gratos en las noches era escuchar al mar. El otro recuerdo que tengo es el río Coatán, era limpio, transparente, se podía pescar, uno se bañaba ahí e incluso podíamos beber el agua.
Aprender a nadar era indispensable. En mi caso, a los siete años, me caía de un cayuco, jugando, me estaba yo ahogando. Un señor llamado Pedro me sacó del agua. Gracias a don Pedro estoy platicando ahora con usted.
Junto a nuestro rancho vivía una muchachita de quien me sentía muy cercano. Ella, a mis catorce años, me marcó su fragancia y su porte. Para esa edad yo ya sabía manejar cayuco. Mi trabajo era cruzar a la gente de acá para allá y de allá para acá. En la proa había un guacalito en donde los navegantes colocaban el pasaje y ahí mismo tomaban el cambio. A ella, la chica de los ojos bonitos y mirada de no me olvides, no le cobraba. La atmósfera del rancho y del mar para mí ha sido lo más grato, lo vegetal y lo acuático.
Mi padre tenía un compadre que vivía, prácticamente, a la orilla del mar, entre el estero y el mar abierto. En las noches, cuando la marea subía, el agua pasaba debajo de las camas. Era una maravilla ver la espuma blanca que entraba. A mi me producía una sensación de miedo y angustia porque sentía que la cama se movía y que el mar se la llevaba. Ese recuerdo del mar es muy agradable.
Cuando caía la noche encendías tu lámpara, si eras clase mediero o tu candil. Las sombras que se proyectaban por todas partes eran muy poéticas. O bien, en las calles andabas con una lámpara de mano. La vida diurna en Mazatán terminaba a las seis de la tarde. La gente se iba a dormir.
Llegó la energía eléctrica. Empiezan a asfaltar y ahora, a las 9 o 10 de la noche termina la vida nocturna en Mazatán. Después de esa hora la gente se va a Tapachula.
Mi padre también era músico. El tocaba en la Marimba Orquesta Hermanos Villalobos. También era integrante de la Marimba Orquesta La Flor del Otate. Él decía: “el otate no da flor”. Mi padre siempre tuvo un sentido del humor muy raro.
Cerca de nosotros vivía don Teódulo Villarreal. Cando salía a trabajar como músicos, la familia de este último se iban a nuestro rancho a dormir. Y así de esta manera nos apoyábamos. Cuando había que arreglar el rancho, cuando había que sembrar todos los vecinos se reunían y nos apoyaban. Y cuando al otro le tocaba sembrar íbamos a hacer el trabajo con ellos, sin ningún centavo, era un trabajo comunitario.
Cuando había que cambiarle la palma al racho o reparaciones era una gran fiesta. Llegaban los vecinos. Había expertos: los tejedores quienes acomodaban las palmas. Estaban arriba como acróbatas. Luego bajaban para el consabido caldo de gallina o mole con su respectivo posol. Y cuando se tomaba el posol de cacao, te sigo hablando de los sesentas, lo acompañabas con piloncillo o panela que tronaba como chicharrón.
Con ese espíritu de cooperación en Mazatán le podías decir “tío” a cualquiera aunque fuera adulto. La gente era muy respetuosa. Nos enseñaron el respeto como un valor. La gente que todavía vive cuando me los encuentro los sigo saludando igual.
Te digo que después mi padre me llevó al Internado Joaquín Miguel Gutiérrez, en Tapachula. Pocas veces me llegaba a ver. Yo me fugaba. Terminé mi primaria. Mi padre como era músico solía ir a Huehuetán. Lo buscaban. Eso quiere decir que era buen músico. Conocía gente allá y me dice “vas a estudiar la secundaria en Huehuetán”. Ahí quería que aprendiera sastrería. Por eso viví en la casa de un sastre. Lo único que aprendí fue a pegar botones.
Regresé al rancho. Uno de mis primos dice “Y éste ¿Qué no va a estudiar la preparatoria? Las inscripciones ya pasaron”. No pude entrar a la Escuela Preparatoria Miguel Alemán Valdés en Tapachula. Mi padre se enojó mucho. Fui a ver a otra, no sé si exista, la Preparatoria Privada Dr. Belisario Domínguez. Ahí conocí a dos de las mejores bandas de rock: los Black Faces y Junior Five. Ellos andaban con el cabello largo. Ahí empecé a contactarme con ellos y me metí de lleno al rock. Solo para escuchar. No toqué ningún instrumento. Me hice amigo de ellos. Dejé que mis cabellos crecieran. Ellos tocaban Deep Purple, The Beatles, Rollins Stones y Leep Zepelin.
La gente de la costa se iba. Y yo me fui a la UNAM. El irme fue un prodigio en términos de experiencia. Mi padre no quería pero yo deseaba estudiar filosofía y letras. Él quería que yo cuidara el rancho. Por la contemplación espiritual de contemplar al mar quería yo estudiar letras. Escuchar, mirar al río. Es decir, observar. Para mi eso era maravilloso porque me habría el horizonte de la imaginación y de la fantasía.
Un día agarré mi mochila y me escapé de la casa. Y me fui a la terminal del ferrocarril en Tapachula. Me subí al tren. En Veracruz se transbordaba. El viaje tardaba tres días. En las estaciones en que iba pasando el ferrocarril te venden una cantidad de comidas exóticas por ejemplo, pacaya con huevo, lisa capeada con huevo, tortitas de carne y chiles rellenos.
Tres días de viaje y claro terminabas oliendo a óxido, sucio como si tu fueras el fogonero. Era barato y yo no trabajaba. Yo siempre regresaba a la costa en tren. Siempre dije “regresar a Mazatán es lo mejor”. Sigo con la misma obsesión. Prueba de ello es la casa que conoces, está cerca del mar.
El día en que me dijiste que íbamos a platicar sobre el mar de Mazatán, empecé a recordar a las escritora Silvia Tomasa Rivera, a Virginia Wolf y su novela Las olas; a Joaquín Vásquez Aguilar. Pero también vino a mi mente el olor de la tierra mazateca en tiempo de lluvia y en tiempo en que el mar me acompañaba mientras yo dormía.
Lo más hermoso del rancho no solo era el mar que por las noches se escuchaba de una manera nítida, la marea, las olas, etc. y se aprovechaba mucho esa calma. No había ruidos ajenos a la naturaleza. Y como había luz eléctrica por ahí era perfecto.
El rancho estaba rodeado de huertos, especialmente de cacao, árboles de mango, naranjas, linones, mamey, caimito, guanábana, anona y bueno, una gran variedad de frutas. Nosotros cultivábamos algodón, maíz, ajonjolí, frijol y plátano. E incluso sembramos cacahuate pero con malos resultados porque las tuzas se las comían. El fuerte del rancho era el cacao. Aunque el algodón tuvo su auge.
Te digo que uno de los recuerdos mas gratos en las noches era escuchar al mar. El otro recuerdo que tengo es el río Coatán, era limpio, transparente, se podía pescar, uno se bañaba ahí e incluso podíamos beber el agua.
Aprender a nadar era indispensable. En mi caso, a los siete años, me caía de un cayuco, jugando, me estaba yo ahogando. Un señor llamado Pedro me sacó del agua. Gracias a don Pedro estoy platicando ahora con usted.
Junto a nuestro rancho vivía una muchachita de quien me sentía muy cercano. Ella, a mis catorce años, me marcó su fragancia y su porte. Para esa edad yo ya sabía manejar cayuco. Mi trabajo era cruzar a la gente de acá para allá y de allá para acá. En la proa había un guacalito en donde los navegantes colocaban el pasaje y ahí mismo tomaban el cambio. A ella, la chica de los ojos bonitos y mirada de no me olvides, no le cobraba. La atmósfera del rancho y del mar para mí ha sido lo más grato, lo vegetal y lo acuático.
Mi padre tenía un compadre que vivía, prácticamente, a la orilla del mar, entre el estero y el mar abierto. En las noches, cuando la marea subía, el agua pasaba debajo de las camas. Era una maravilla ver la espuma blanca que entraba. A mi me producía una sensación de miedo y angustia porque sentía que la cama se movía y que el mar se la llevaba. Ese recuerdo del mar es muy agradable.
Cuando caía la noche encendías tu lámpara, si eras clase mediero o tu candil. Las sombras que se proyectaban por todas partes eran muy poéticas. O bien, en las calles andabas con una lámpara de mano. La vida diurna en Mazatán terminaba a las seis de la tarde. La gente se iba a dormir.
Llegó la energía eléctrica. Empiezan a asfaltar y ahora, a las 9 o 10 de la noche termina la vida nocturna en Mazatán. Después de esa hora la gente se va a Tapachula.
Mi padre también era músico. El tocaba en la Marimba Orquesta Hermanos Villalobos. También era integrante de la Marimba Orquesta La Flor del Otate. Él decía: “el otate no da flor”. Mi padre siempre tuvo un sentido del humor muy raro.
Cerca de nosotros vivía don Teódulo Villarreal. Cando salía a trabajar como músicos, la familia de este último se iban a nuestro rancho a dormir. Y así de esta manera nos apoyábamos. Cuando había que arreglar el rancho, cuando había que sembrar todos los vecinos se reunían y nos apoyaban. Y cuando al otro le tocaba sembrar íbamos a hacer el trabajo con ellos, sin ningún centavo, era un trabajo comunitario.
Cuando había que cambiarle la palma al racho o reparaciones era una gran fiesta. Llegaban los vecinos. Había expertos: los tejedores quienes acomodaban las palmas. Estaban arriba como acróbatas. Luego bajaban para el consabido caldo de gallina o mole con su respectivo posol. Y cuando se tomaba el posol de cacao, te sigo hablando de los sesentas, lo acompañabas con piloncillo o panela que tronaba como chicharrón.
Con ese espíritu de cooperación en Mazatán le podías decir “tío” a cualquiera aunque fuera adulto. La gente era muy respetuosa. Nos enseñaron el respeto como un valor. La gente que todavía vive cuando me los encuentro los sigo saludando igual.
Te digo que después mi padre me llevó al Internado Joaquín Miguel Gutiérrez, en Tapachula. Pocas veces me llegaba a ver. Yo me fugaba. Terminé mi primaria. Mi padre como era músico solía ir a Huehuetán. Lo buscaban. Eso quiere decir que era buen músico. Conocía gente allá y me dice “vas a estudiar la secundaria en Huehuetán”. Ahí quería que aprendiera sastrería. Por eso viví en la casa de un sastre. Lo único que aprendí fue a pegar botones.
Regresé al rancho. Uno de mis primos dice “Y éste ¿Qué no va a estudiar la preparatoria? Las inscripciones ya pasaron”. No pude entrar a la Escuela Preparatoria Miguel Alemán Valdés en Tapachula. Mi padre se enojó mucho. Fui a ver a otra, no sé si exista, la Preparatoria Privada Dr. Belisario Domínguez. Ahí conocí a dos de las mejores bandas de rock: los Black Faces y Junior Five. Ellos andaban con el cabello largo. Ahí empecé a contactarme con ellos y me metí de lleno al rock. Solo para escuchar. No toqué ningún instrumento. Me hice amigo de ellos. Dejé que mis cabellos crecieran. Ellos tocaban Deep Purple, The Beatles, Rollins Stones y Leep Zepelin.
La gente de la costa se iba. Y yo me fui a la UNAM. El irme fue un prodigio en términos de experiencia. Mi padre no quería pero yo deseaba estudiar filosofía y letras. Él quería que yo cuidara el rancho. Por la contemplación espiritual de contemplar al mar quería yo estudiar letras. Escuchar, mirar al río. Es decir, observar. Para mi eso era maravilloso porque me habría el horizonte de la imaginación y de la fantasía.
Un día agarré mi mochila y me escapé de la casa. Y me fui a la terminal del ferrocarril en Tapachula. Me subí al tren. En Veracruz se transbordaba. El viaje tardaba tres días. En las estaciones en que iba pasando el ferrocarril te venden una cantidad de comidas exóticas por ejemplo, pacaya con huevo, lisa capeada con huevo, tortitas de carne y chiles rellenos.
Tres días de viaje y claro terminabas oliendo a óxido, sucio como si tu fueras el fogonero. Era barato y yo no trabajaba. Yo siempre regresaba a la costa en tren. Siempre dije “regresar a Mazatán es lo mejor”. Sigo con la misma obsesión. Prueba de ello es la casa que conoces, está cerca del mar.
El día en que me dijiste que íbamos a platicar sobre el mar de Mazatán, empecé a recordar a las escritora Silvia Tomasa Rivera, a Virginia Wolf y su novela Las olas; a Joaquín Vásquez Aguilar. Pero también vino a mi mente el olor de la tierra mazateca en tiempo de lluvia y en tiempo en que el mar me acompañaba mientras yo dormía.