Isaac Castillo

El oficio de escritor
Este compromiso de escribir se me olvida a veces. Y es que escribir es como caminar. Un paso siempre será diferente al otro. Uno más corto, otro más largo. A veces me pongo a pensar cuántos centímetros existen entre paso y paso. Siempre serán diferentes. Cuando caminas contento pueden ser más. Cuando lloras pueden ser menos, pero pesados. ¿Cuántos pasos serán de aquí a la luna? Pocos, pero toda una eternidad para probarlo. Cuando camino encuentro de frente a la vida misma. Con sus llantos, sonrisas, malhumor, sorpresas, guiños. Cuando escribo también me encuentro a la vida y me toca describirla. ¡Qué oficio!


De la soledad

Nacemos desnudos, del alma nacemos desnudos y suicidas.
Desnudos inmolados, nacemos muertos.
El vacío de donde nos desprendemos queda desierto.
Y nos vamos solos y vanos por la vida.

La compasión es gratuita y agria.
Nos dan de comer, nos dan de llorar.
Como árboles nacimos con hambre y con lagrimal.
Y nos vamos solos y famélicos sin savia.

El primer paso no lo damos solos.
Solo estamos enajenados, solo estamos prestados.
Fiados en el estanque inmenso y hastiado.
Y nos vamos solos, cáusticamente solos.

Inextinguible la música azarosa que nos mueve.
Inexpugnable el compás de la existencia.
Ahuyentamos del oído el alma de la adolescencia.
Cáliz de vino que hierve cuando nadie bebe.



El alba

Entra por las narices. Se estaciona en nuestros pulmones y con las pinzas del frío de la madrugada nos levanta los párpados para mojarnos el alma.

El sombrero del cerro de enfrente se va quitando lentamente para saludar al dueño del día. Los abetos, como los perros, se sacuden las pulgas líquidas que roncaron la siesta sobre sus tibias y verdes uñas. Los huéspedes alados han ofrecido la burda serenata matinal y se disponen a encurvar los surcos del llano cielo.

¡Ah, qué rica fragancia! El ocote ofrece su sangre en la danza prehispánica del fuego, perfuma y aliena nuestro espíritu; el fogón entra en franco duelo con el cielo del tejado y deja su poder de hollín en la intimidad de las chozas.

La alfombra blancuzca sobre el césped se ha convertido en la fiel partidaria de la alborada y después, se va a vagar por los acantilados, para emerger por la tarde.

Los duraznos están hinchados como pechos de mujer nueva; los toronjales no soportan el peso de su generosidad y las fresas, cada vez más, van parando sus labios para ser mordidas.

El sol

El sol se me figura un buen tipo.
Algo atolondrado.
Es de los que se sincera con todo y saluda a todos.
Es lento con las manos y tosco con la mirada.
Tropieza con cualquier trozo de nube
Y gusta de pedir disculpas.
Es todo un caballero.
Hasta para empezar a trabajar es tímido.
Se asoma, ve a sus costados
Y cuando descubre que el reloj le marca la hora de su jornal
Se ajusta el traje dorado
E inicia el duro peregrinar.

Es tan generoso que vierte suficiente calor
Sobre las frías agonías del desvelo anterior.
En mis montañas se pasea como todo un galán:
Imita el andar del ocelote,
Las poses de los pájaros y el canto del tecolote.
A veces se cansa pero no decae su ánimo.
Es muy distraído, como los poetas,
Porque sueña a cada rato y nos quema de más.

El sol es un buen tipo.
Tiene un aire paternal:
Por las mañanas nos cobija,
A medio día se impone
Y por la tarde, del frío nos anticipa.
¡Qué bueno sería ser como él!

A veces lo noto melancólico,
Y no me equivoco,
Es que gusta de contemplar los óleos de Dios sobre la tierra
Desde su hamaca de hilo cósmico.

De vez en cuando se pone su traje oscuro
Para conquistar a la chica de enfrente.
Aquella, orgullosa y altanera, no le dirige la palabra,
Y por años se esconde tras las montañas inasibles de la eternidad.

Es de los que no discrimina a nadie,
Trata igual al negro y al que quiere ser negro.
No condiciona su amistad.
No se anda con intermedios y sale entero,
Todos los días.

El sol es un tipazo, ninguno como él.




La noche

Nace de la tarde
y se consuma con las penumbras.
Se viste de luto festivo,
de lo prohibido y de lo impune.
Se alborota la cabellera frondosa
y abre sus alas a la aventura.
Se desnuda completa
y deja ver su intimidad universal.

Se excita cuando transpira el calor corporal
producto de la fatiga por desplazar al macho radiante.
Se cuelga de la luna
y se mece mostrando su picardía obscena,
sucia de estrellas y bañada con brisas celestiales.

Toma a sus muñecas del cabello
y las ofrece en las esquinas, cómplices del placer.
Alborota el carnaval de los fines de semana
y trasluce de vez en cuando a sus prisioneros.

Lleva en su bitácora a la señora muerte,
la motiva, la alienta, la seduce en ritual lésbico
y anuncia el vaho del precipicio oscuro de la inmunidad.


Están atrás

Están atrás.
Caminan despacio. Sin levantar sospechas.
Quieren entrar a la habitación desordenada de mi cuerpo.
Comienzan mutilando mis uñas, mis dedos;
también mis ojos, mis pupilas.

Están atrás. Bajo mi cama.
No quieren hacer ruido,
porque si lo hacen
tendrán que esperar la próxima noche.
Son silenciosos. Esperan. Se mecen, se desesperan.
Es casi media noche
y aún no les he permitido allanarme.

Están atrás.
Como energúmenos intentan gritar en silencio.
Pero los escucho.
Brincan, saltan, atropellan a los grillos
y a las cucarachas.
Son los dueños nocturnos.

Siguen atrás.
Esperando el menor descuido
para arremeter sobre mi conciencia.
Intento ahuyentarlos sublimemente: prendo un cigarro,
les arrojo humo a cubetadas,
les escupo mi aliento cansado,
pero no se van.

Están atrás.
Por las mañanas y por las tardes
se hacen los tontos y me siguen.
Un escuadrón especial me acuerpa,
me sofoca, me atraganta.

Siempre atrás.
Cuando salgo a la calle
intento aplastarlos con la puerta,
apachurrarlos bien, pisotearlos,
que se queden quietos, que no se muevan,
pero siguen atrás,
siempre atrás.

Por la Avenida Central los veo de reojo,
me siguen; me cambio de acera,
y siguen ahí.
Son necios. Cobardes.
A veces me echan a perder el trabajo diario,
me desconectan por tanto asedio.

Me dejan en paz durante la comida,
por un momento.
En el instante de dar la propina
se colocan atrás de mí, como perros con dueño y con hambre.

Están atrás.
Por las noches, en la cama,
los veo formados, de uno en uno,
como soldaditos, disciplinados,
con el cabello recortado hasta el casquete,
zapatos lustrados y sonrientes.
Con los ojos hinchados de tanto desvelo
queriendo decir “primero yo” y “después yo”.
Siguen ahí.
Siempre atrás.

¡Éstos sueños!
Siempre tan incisivos.


Lunasol

La ciudad ilumina
a Selene.
Oculta su rostro apenado,
producto de la menstruación, cíclico.

Baila sobre el orgasmo de Dios;
lechoso, espumoso,
tapiz de olas nocturnas.

Abre sus piernas famélicas e incendiadas,
y es penetrada por los cristales
de almas terrenas.

Sus labios de plenilunio sonríen,
rebotan sobre la negra bóveda;
reflejan promontorios de sensualidad,
senos hinchados de placer.

Sobre su espina dorsal, aperfumada,
destila el filo de la navaja
inquietante de osadía y placer.

Su danza noctámbula,
sin inhibiciones,
seduce, motiva,
alienta a los hiénidos de la urbe.

El apareamiento semanal de lobisones
es religión sacramental;
ella cual sacerdotisa,
con loba y blasones,
a todos canoniza.

Absorbe a través de sus poros
el néctar del aire,
a veces contaminado,
a veces bañado con framboyanes.

Deja caer su sutil cabellera
sobre la melancolía;
perfora el espíritu,
agrieta, aniquila
y hace parir el éxtasis en la soledad.

Su eclipse sexual
reprime al rey del día,
lo fustiga, lo azota,
lo hiere en los genitales de la evidencia;
lo golpea en los bajos del orgullo,
en el vientre de la arrogancia.
Se desquita del poderío machista universal;
cuaja los segundos y hasta los minutos;
aunque sea por minutos,
cuaja la eternidad del astro petulante.

Asoma las féminas narices
—sin ser invitada—
en el cuarto contiguo.
Es una metiche de vecindario,
una vez, cada mes.

Amanece fatigada, sin pudor.
Intenta lavar las palabras
con el rocío de los pobres en la madrugada,
con los sueños y las desilusiones del jornalero.

El compás de las manecillas
se convierte en juez implacable del murmullo,
del aullido, del estertor en los barrios,
en las escobas y en el fogón del inaugurado día.

Entonces, Selene detiene su intrepidez.
Baja de nuevo el rostro,
se tapa los oídos,
se cubre con el manto áureo,
y se va corriendo entre los acantilados de las nubes;
y nos deja el placer de lo prohibido,
y la vemos como una ostia de impunidad,
siempre, siempre como una puta estacionada.


Rastros de mi rostro

Cabalgo sobre la senda del tiempo.
La luz de las quimeras se enciende y se apaga.
Rostros pasados, de mi abuelita, de mi hermano,
de quienes ya no están se hacen presentes.
Los convoco, los exhorto,
y se vuelven fugaces.

Sobre el vientre de los recuerdos
instalo mi regazo.
Inhalo sus bostezos, absorbo sus gestos.
Ya no están. Se han ido.
Y se han ido sin haber estado presentes.
Han abordado el tren del círculo humano,
continuo, simple.


Mis palabras

He desconocido el firmamento del que me educaron,
he renunciado al padre de la vida,
he teñido de duda sobre la frente del dueño del misterio
y sin embargo,
me ha acogido entre sus brazos fuertes de eternidad.

El intenso sabor a incienso de plenilunio
rodea la testa de mis palabras,
brotan del manantial purpúreo de emociones inhiestas,
sembradas de traumas y complejos.

El aliento sombrío de mis arrebatos
se pierde entre la indiferencia y la esquizofrenia.
Prefiero que me digan loco a ser ignorado.
El loco se proyecta.
El ignorado no existe.
El loco siempre tiene algo.
El ignorado es nadie.

El sabor de las libélulas embriagan
el paladar de mi memoria,
salpican con sus patas de polen
los gusanos que ejercitan mis palabras.

Un poema no es la vida.
La vida misma es poesía.


Los viajeros

No hay alguien en esta isla.
Todos somos náufragos de nuestra propia tormenta.
Contamos los días y las noches
y no nos alcanza la eternidad
para entender que somos pasajeros,
que hemos de dejar una estela de melancolía y añoranza.
Solo nuestro aliento queda impreso
en las olas nocturnas del calvario presente,
ciénaga de océanos pensantes,
pilastra de volcanes insaciables.

Las rutas que forman las calles de la oscuridad
conducen al sacramento del retorno jamás.
Las pisadas sobre el polvo de las miradas estáticas
nos llevan a la meta constante,
palpitante, siempre en movimiento.

El pesado equipaje de carne y hueso
se convierte en esclavo del tiempo.
La luz de nuestras miradas
se opaca ante el sol de la clarividencia futura.

Nada queda. Todos nos vamos.

Nuestra salvación se deposita
en las palabras inasibles de la poesía,
en la escritura etérea de nuestros pensamientos,
en la memoria danzante de nuestros sentimientos.

La dulce canción del amor,
el hechizo de nuestras emociones,
la embriaguez de nuestras pasiones
son las que quedan en la lápida dura
de nuestro peregrinar.

Hablemos, cantemos, sonriamos,
vivamos, que nada queda en este día,
sino la promesa de ser recordados
en la vida circular de la historia sin fin.

Nada queda. Todos nos vamos.

Mi destino

Cascarita de papel que vuela en el vaivén de olas funestas,
aleteo de madrugadas,
niño que escarba entre la arena desierta
con palmeras de sombra eterna,
arrullo de caracol en el oído perdido,
cielo de agua, nubes de paz y helechos azules
rodean mi playa.
Así es mi destino.